Quinto Séptimio Tertuliano, uno de los primigenios cristianos pensantes de Roma antigua, trataba ya en su libro Apologeticus sobre el terrible gusano de corrupción que dañaba la moral y finanzas del imperio, donde senadores había doblegados al poder vigente, donde el sistema se plegaba a la voluntad del máximo rector político y cuando declarar en falso implicaba, sí, riesgos, pero era costumbre habitual, particularmente si se trataba de llevar al cadalso a los seguidores “del pescadito”, o sea de las subversivas ideas de cierto agente foráneo apellidado Jesús de Nazareth…
En cambio en El Mercader de Venecia Guillermo Shakespeare hace, quizás sin proponérselo, el mayor elogio del sistema judicial ––presidido por el dux–– de la Serenísima ciudad adriática ya que los intentos todos que el judío Shylock procura, en la obra dramática, para burlar a la administración fallan ante el severo juez: la ceremonia de otorgamiento de razón jurídica sigue escrupulosa los procedimientos: acusadores; defensores y testigos vienen, van y declaran plenamente seguros de ser letal el perjurio; la mínima mentira implica, si develada, castigos terribles… Y Shylock tiene que tragarse la avaricia. El plan shakesperiano de ensalzar la virtud exhibe entonces su inevitable logro ético: la verdad debe resaltar contra cualquier incidencia mortal o humana pues es el principio moral que constituye (estructura) a la sociedad toda, si no al cosmos…
Tras los principios de respeto a la propiedad este ha de haber sido uno de los primeros que las gentes consensuaron: elegir a hombres sabios para que dictaminaran en casos de litigio y que las partes aceptaran sin objeción el veredicto, dando así origen a la jurisprudencia y a figuras sobresalientes en su aplicación. El segundo paso de la humanidad fue, según referencias documentadas, reducir o eliminar la intromisión de lo subjetivo en el análisis y ponderación de los casos (erradicar criterios tribales, políticos, religiosos estilo hebreos, familiares) y forzarlos a constituirse en grupo puro y decisorio, es decir en institución, la de Justicia, a la que desde entonces se representa ciega o con ojos velados.
Es el interesante inicio histórico de un proceso que busca abstraer o hacer anónimo el origen productor de la justicia y que va desde una deseada impersonalidad (salas con magistrados que no siempre se conocen, jueces secretos o encapuchados, como recientemente en Colombia, a los de jurisdicción “nacional” en Honduras) hasta la multiplicación y permisividad de diversas Cortes (constitucional, laboral, penal) dentro del sancto sanctorum del estamento operacional jurídico y que contribuyen a diseminar (disipar) responsabilidades personales en casos problemáticos o con potencial reclamo o prospecto de venganza. Nadie quiere que al togado los sentenciados le cobren la sentencia…
El tercer y frecuente paso es proteger escrupulosamente a los jueces, asilarlos y aislarlos de las consecuencias de los casos que tratan.
Recuerdo haberme sorprendido cierto detalle arquitectónico cuando visité Jerusalem, en 1997. Entre otras vistas obligadas ocurrió la de la suprema corte, que, para mi espíritu novelero, novelista y novelesco (los escritores pensamos en 3D) tenía nada de particular excepto su estructura física: la israelita Corte Suprema de Justicia es redonda, más bien perfectamente ovalada, casi una sandía en la medición de su larguez y oblonguez… Abajo yacen las áreas de atención al público, se puede llegar incluso hasta el segundo nivel pero al tercer y superiores pisos acceden sólo en exclusivo los magistrados. Allí se abre frente a ellos, antes de proceder a sus exclusivísimos despachos, la inmensa vidriera, casi acuario, de la magistral y extensa biblioteca que contiene todo lo que un letrado del mundo pueda aspirar a conocer. Y si no está allí su tecnología lo consigue de inmediato, en 24 horas pues la justicia no puede tardar nunca, no consiente esperar…
La curiosidad me acicateaba por conocer esos módulos y estancias discretas o secretas de los magistrados, donde podían ellos en soledad e impunidad estudiar al hombre y sus actos. Desde luego que no lo conseguí pero aprendí que muchas naciones del orbe consideran a sus jueces un tesoro ético nacional, la reserva moral de su destino, resguardándolos incluso metafóricamente en edificios sin ángulos ni aristas, exactos cual un huevo, símbolo precisamente de la pulcritud creativa de la naturaleza.
Ser o no ser
La biografía de la corrupción sufrida por el ser humano es longeva, más no así el rigor del castigo. Desde Babilonia y Egipto antiguos, como en China pasada y actual, el acto de traicionar al amo o contribuyente ––o los accionistas, ya que los cleptómanos igual habitan la empresa privada–– era sancionado con extrema rudeza: cercenando la mano que robó (ley de talión) o el cuello y la vida entera, pues de lo que se trataba era de desestimular el ejemplo y sembrar precedente.
En la era moderna el castigo se limita habitualmente a supresión de la libertad, cuando no a confiscaciones, multas y reprimendas ya que el propósito sustancial de aplicación de la pena se vierte sobre el delincuente, no sobre la sociedad. Quiero decir que si en el pretérito el escándalo de una mutilación o una ejecución buscaba asustar y horrorizar a quienes las contemplaban, hoy la discrecionalidad de los juicios, y por veces la secretividad, anulan en totalidad la advertencia ética, convierten al suceso en un simple y llano evento con que se cumple un protocolo aunque sin consecuencias formativas entre los ciudadanos. Pues el castigo se ha tornado mayormente moral (que es decir abstracto, semi intelectual: vergüenza, pena y humillación), lo cual parece surtir buen efecto en pueblos con alto desarrollo educativo y comunitario ––que es decir con valores sustentados y compartidos–– pero escasamente en naciones aún medio primitivas, donde se ve a lo ético como código dispensable y secundario.
Se sabe que los jueces de Babilonia (Hamurabi, s. XVIII a. C.), de la ley mosaica y el derecho germánico precisaban explícitamente el sitio del cuerpo de donde el verdugo debía arrancarle dolores de arrepentimiento al culpado, quien pagaba su falta en manera física, anatómica; el delito debía hacerlo gemir, llorar, sangrar, ver la muerte, portar como estigma la cicatriz por el resto de la existencia. Es decir, portarla en su anatomía pero igual en los cuencos profundos de la memoria, para que jamás osara repetir el atrevimiento.
Pero tras los maravillosos adelantos humanistas de la Ilustración, en los siglos XVII y XVIII, se consideró que prácticas tan bestiales debían desaparecer y que podía devolverse a la sociedad el papel protagónico del castigo. Con su desprecio y sobre todo exclusión aislaría ella tanto al culpable que su sufrimiento —y arrepentimiento— serían atroces y carecerían de comparación (recuérdese que el diligenciado no podía trabajar por salario, visitar urbes o iglesias ni realizar transacciones comerciales, o para escarnio se le trasladaba a prisión en carretas de vista pública).
Es el argumento que borda y costura intensa y largamente Víctor Hugo en “Los Miserables” (1862) pues Jean Valjean jamás será perdonado; el inspector de policía, Javert, es la omnipresente sociedad constantemente en pos de quienes infringen la norma —la norma de convivencia ideada por Rousseau y explícita en Voltaire— que es como un contrato social ya no entre gobernante y gobernados sino entre los ciudadanos, de quienes no se concibe, de quienes la Civilización y sus luces no pueden concebir, que se hagan entre ellos un mal…
A todo esto pocos recuerdan el origen del vocablo corrupción. Su antecedente nato es el verbo “corromper”, que según los textos eruditos consiste en “echar a perder, dañar, pudrir // estragar, viciar algo material pero de preferencia espiritual”. Así se dice “corromper las costumbres”, “viciar la salud”, “dañar la amistad”…
El terrateniente Pedro Páramo corrompe las relaciones agrarias en el Comala de México al usurpar indebidamente (junto a su cómplice y abogado Fulgor Sedano) propiedades ajenas y vicia su relación amorosa con Susana San Juan, relación que desde el inicio es corrupta, por mal interesada. El motor pudridor de la sociedad dominicana de entre 1930 y 1952 es el dictador Rafael Leonidas Trujillo, a quien el pueblo no puede alcanzar, le es imposible castigar y por tanto contener su carcoma viscosa, una que perfora esférica y verticalmente a los estratos todos nacionales ya que el sátrapa asesina rivales, seduce y viola adolescentes, soborna y compra almas, tuerce conciencias, espía, delata y enseña a delatar, el suyo es un inédito orden caribeño de destrucción[1]. Hasta que un concentrado y básico grupo de esa sociedad se da cuenta de que a vendaval tan cruento, ciclón destructor, que arriesga incluso con empantanar dentro de la viciosidad para siempre a la entera comunidad, sólo se le puede neutralizar eliminándolo.
Y el grupo conspirador conspira y le descerraja múltiples tiros en una carretera, lo echa al cajón del auto y lo lleva a sitio discreto para convencerse y asegurarse, para ratificar que él es y que torna a reinar la moral, que amanece el principio de una nueva era. O sea que la sociedad, viendo la inutilidad de la sanción moral o intelectual (etérea, abstracta), regresa a la práctica primitiva de cargar parcial o totalmente contra el físico del sujeto culpable, acabando con ello un ciclo de impulso ético de ida y regreso, que será el péndulo que va a acicatear por casi toda su existencia a la humanidad: la vuelta por momentos a la oscuridad instintiva y salvaje ––qué si no son los autos de fe, el Ku Klux Klan, las monstruosas guerras mundiales, con bomba atómica al medio–– y el retorno despacio pero cada vez más seguro hacia el imperio de la ética pública y la moral personal.
Tiene que aceptarse, entonces, que la humanidad es por momentos ––prolongados tramos históricos–– racional y lógica, y por ratos visceral e instintiva. Y que él único instrumento inmaterial con capacidad para regular, ecualizar y equilibrar tales impulsos y desbalances es la justicia correctamente administrada y proporcionada.
De allí que, sin titubeo, pueda afirmarse que la justicia es el elemento esencial en el equilibrio o péndulo de las sociedades, las que son cuando se someten a ella y dejan de ser y se hacen salvajes si la irrespetan.
La corrupción es uno de sus mayores irrespetos.
El corrupto y sus signos
Cuando Sócrates ejerció como magistrado supeditó la política a la moral. Comprendió sabiamente que el acto de juzgar es una oportunidad de semejanza divina ya que es la coyuntura en que se incide profundamente sobre la vida de uno o muchos hombres, a quienes según su dictum se cambia, transforma y varía el destino. Sófocles, o los sofistas, refutarían de inmediato esta aseveración pues, explicarían, no es el juez quien interviene en la existencia del otro sino el Otro, el que delinque, quien ingresa en la suya para obligarlo a decidir sobre lo que no es su propia vida. Balances estos que ocurren en los caminos de la filosofía, saber (por lo menos imaginar) cuán pesada es la carga anímica con que queda sembrado un magistrado tras sentenciar: ¿lo asaltan dudas sobre el sujeto condenado o sobre lo correcto del veredicto? ¿Prestó justo valor a las pruebas y atenuantes, fue incisivo con los testigos podándoles las posibilidades de mentir, hasta qué honduras se dejó llevar por lo subjetivo? Y finalmente, acuciantemente, ¿servirá el suplicio impuesto, nacerán tras él un ser convencido de lo vano del crimen o una bestia con rencor y saña, para siempre enemiga de la sociedad…?
Por fortuna los códigos modernos son cada vez más exhaustivos y delimitantes, reduciendo el ruido ambiguo, poniendo obstáculos a la subjetividad desbordada. Los catálogos o prontuarios sobre la calidad y extensión de las penas (los códigos penales) son instrumentos acordados por consenso quizás no entre pueblos pero sí por los representantes de los pueblos y dicen a la comunidad, y a los magistrados mismos, cuánto se considera leve y cuanto extremo, fijan pues un especie de cartabón de la severidad que aporta paz a la conciencia del juez (haciendo obvio que su veredicto carece de capricho), entendimiento entre las partes relacionadas y advertencia temprana y pública para quien busca delinquir.
Pero por esa misma virtud de deseada exactitud ciertos sucesos de la época contemporánea, como la corrupción, invitan a dudar de su proceso justo, pues, ¿no deberían triplicarse las penas para quienes causan daños materiales y espirituales mayores al órgano comunal?
Se calcula que Mohammed Suharto robó de Indonesia (durante tres décadas) un promedio de 30 mil millones de dólares, por lo que nunca fue condenado[2]; el dictador Idi Amín sustrajo de Uganda millonarios montos que la historia no ha precisado[3]; Imelda Marcos, presidenta de Filipinas, además de su monstruosa colección de zapatos partió de su nación con cuentas en Suiza por 10 billones[4]; el botín de Mohammad Reza Sha Pahlavi, de Irán, es incalculable (se estima en un billón de dólares[5]), tan cuantioso y penoso que su máximo aliado, Estados Unidos, le negó refugio permanente.
Y qué decir del antecedente americano más célebre entre deleznados, Fulgencio Batista, que al huir atropelladamente de La Habana el uno de Enero de 1959 todavía tuvo tiempo para saquear las bóvedas del banco central y amontonar su contenido (probablemente mil millones[6]) en aeronaves con ruta a República Dominicana.
Estas situaciones plantean causas varias para reflexión, entre las cuales importa destacar las siguientes. En primer lugar, que el amontonamiento de fortunas tan extensas, ilícitamente adquiridas, exigió un largo compás de acumulación (factor temporal), de muchos cómplices (factor humano) y de prolongado cinismo (factor ético) pues nadie sustrae lo ajeno, y peor tanto de lo ajeno, sin que se conozca y, por ende, sin que se irrespete a los dueños de esos recursos, que son la sociedad.
Lo inmediato que revela el evento corrupto es un voluminoso desprecio por la población que elige dirigentes y gobernantes. Los deseos expresos en urna ––honradez, pureza, eficiencia–– son ostensiblemente burlados e incluso descaradamente confrontados ya que los sujetos corruptos si bien manejaban sus actos, al inicio, con escalas de secretividad, posteriormente se van tornando cínicos y no sólo esquilman los bienes colectivos sino que anuncian anticipadamente que van a robar. Es el caso específico del tendido del aeropuerto Palmerola en Comayagua, en Honduras 2016, cuando a los ejecutivos de gobierno no les basta recibir quizás comisión bajo la mesa por aprobar el proyecto a favor de determinada empresa que es la única oferente (y de la cual probablemente son propietarios) sino que con absoluta impunidad inflan los costos de construcción, magnifican el impacto del proyecto y su beneficio nacional, así como supervaloran los gastos de administración, los que carecerán de tasa impositiva alguna por ¡30 años!, tres décadas, o hasta que el volumen de viajeros alcance niveles hiperbólicos (600 000 pasajeros registrados), proto metafóricos.
En segunda instancia, la sociedad histórica falla irremediablemente al carecer de, o al no aplicar, instrumentos de supervisión y control (hoy más lentos y atrasados que la audacia del corrupto) sobre cuotas específicas de manejos de presupuesto, que deberían estar escaladas.
Quiérese decir que, rompiendo los modos usuales de revisión que tienen los Estados, deberían existir instituciones u organismos altamente especializados en (o simplemente dedicados a) fiscalizar las obras estatales no en el desenlace de la erogación presupuestaria sino en su primaria firma de autorización de gasto. Alertas tempranas deberían activar mecanismos confidenciales de revisión cuando el burócrata suscribe contratos, concesiones o cheques más allá de cifras determinadas.
Así, la edificación de un puente tiene, comme si, comme ça, ciertos rangos tendenciales de inversión por metro cuadrado y según especificidades locales. Puesto sobre el río Cangrejal deberá costar en promedio, digamos, diez millones de Lempiras. En ese preciso instante, al sobrepasar la cima de los seis u ocho millones, el ente fiscalizador entra automáticamente en acción y procede a revisar, de comienzo a final, la operación hasta autorizarla o negarla. El delito posible ha sido prevenido en génesis, en el propio despertar.
Se trata, como se habrá deducido, de idear nuevas formas o ingenios para contener y atajar la práctica corrupta.
Y finalmente, la sociedad (y los medios masivos si son leales) debería ser más cuidadosa, mostrarse más atenta a los signos públicos que identifican a la corrupción entre sus funcionarios, o que sugieren que existe. A lo extenso del desarrollo de los pueblos ha sido observado una y otra vez, casi con comprobación científica, que el corrupto no se sacia y que su codicia es inagotable y bestial, por lo que incluso si se le ha descubierto y le permiten la prosigue, contaminando e infectando a la sociedad.
Corruptio unius est generatio alterius[7], sentenciaba el pensador romano. El delincuente cree que su modelo puede ser difundido e instituido pues sólo justificándolo históricamente alcanza el perdón, algún estilo de perdón social.
Tales signos de alerta cuadran visibles en cuatro exactas palabras: corrupción, extravagancia, opresión y brutalidad.
Cuatro jinetes
Obsérvese la actuación pública, a lo ancho de su cartel biográfico, de los sátrapas arriba enunciados: Suharno, Sha, Amín, Marcos, Batista, otros… Tras cierta temprana etapa dígase insurreccional o reformista, dada su intención modificadora o transformadora de la comunidad (la revolución “blanca” del Sha, la refundadora de Batista), ingresan al insomne mundo de codicia y cohecho, del nepotismo, el soborno[8] y la malversación. Se contagian así de una enfermedad universal (americana, europea, asiática, africana, del mundo), inacabable mal endémico en la humanidad y que es el robo.
Si trazáramos una línea roja desde que el hombre aparece en el planeta hasta nuestros días, el ilícito uso de los recursos públicos es una afección prácticamente incurable. El hombre está dispuesto al robo donde se le deje robar…
Luego de satisfacer su codicia la siguiente fase psicológica empuja a exhibirla y es entonces cuando los déspotas —o simples y llanos funcionarios— penetran en el plácido y dulce insomnio de la extravagancia, que es una exhibición de poder. Empiezan por rodearse de comodidades y tecnologías novedosas, vestir a moda, en ocasiones muy pulcramente (Sha, Batista), con ropajes de marca (Marcos, Suharno) o uniformes y títulos novedosos (Amín[9]). En otros casos se compran aviones exóticos o contratan vuelos intercontinentales de trescientos mil dólares sólo para exhibir el ego en lejano lugar donde nadie los conoce ni aprecia, más bien causan revulsión.
Es interesante observar que con excepción de Reza Pavlavi las otras figuras citadas, escogidas al azar entre la diversidad, sufrieron infancias pobres, de múltiples carencias, lo que contribuye en parte a comprender su posterior y loco afán, cuando adultos, de acumulación.
Y tras la vanidad expuesta llega el esfuerzo por ocultarla, que es cuando el mandatario o funcionario, preocupado por el conocimiento ya general de que roba, procura silenciarlo y para ello recurre a imponer mutismo mediante el soborno o la fuerza: seduce o hace chantaje a los dueños de medios, compra comunicadores y escritores baratos, genera noticias inventadas desde sus propias redes, desprestigia e infama, espía y escucha clandestinamente y, en final instancia, cercano a la desesperación, censura o cierra diarios y emisoras. Es la opresión.
El deterioro psicológico finalmente lo orilla a la brutalidad, que es cuando echa sus perros de garra sobre las multitudes que denuncian y protestan el obvio delito, exigiendo justicia y castigo. Se ha cumplido el tránsito, desde el primer centavo malamente apropiado al desaforado ego y su posterior intento cosmético. Es tarde para el delincuente pero incluso más tardío para los pueblos, el daño está hecho.
No el daño numismático o material, que es decir la sustracción de lo que es de todos, sino el daño moral, irreversible e incurable pues en inversa forma el criminal ha triunfado. Ha logrado engañar por largo espacio a quienes gobierna, fue exitoso en el silencio y muy probablemente escapará con el botín sin ser arrestado ni inculpado. Con ello, adicionalmente, presta validez y da vigencia a su modelo de conducta, que es viciado e irrespetuoso de la norma social y lo convierte en “ejemplo” para quienes aspiran a imitarlo. Y de allí el surgimiento de frases populares en el fondo admirativas que se repiten una y otra vez entre el vulgo ineducado: “ese es vivo”, “le entiende al trámite”, justificando con ello lo irregular.
Lo procedente
La complejidad del problema sobrepasa a cualquier respuesta sencilla, demandando enfoques interdisciplinarios.
La primera observación es pesimista: la corrupción no puede eliminarse sino hasta que la persona humana exista en sus mejores condiciones y aun así no hay seguridad del éxito ya que incluso reduciendo en manera radical la pobreza, generando ambientes perfectos donde la avaricia carezca de razón, siempre habrá quien pretenda sobrepasar la norma y actuar errado. La obsesión por acumular y atesorar, por poseer más que otros parece ser un mal endémico en las sociedades, empeorado por el neoliberalismo pero quizás educado desde el momento en que las comunidades primitivas pasaron de las acciones de trueque y subsistencia a las de comisión y ganancia, o sea en el arranque de las relaciones pre-capitalistas.
Lo cual indica que la primera (e idílica) respuesta a la vocación corrupta consiste en la reeducación del ser humano en totalidad, en su re-encuadre dentro de un nuevo e innovado ambiente moral en que sin tolerancia alguna se prescriba que la riqueza estatal —dinero, recursos naturales, trabajo de personas, bienes— es de todos y que jamás puede ser apropiado por individuos, so penas ineludibles. Pero habría que considerar si no es ya demasiado tarde, si la búsqueda de utilidad, el ansia de lucro y la sed de ganancia están tan enquistados (de quiste, que es afincamiento rígido) en la psiquis no sólo de los tratantes de comercio sino del hombre común, que en vez de educación deba buscarse cura en la represión.
Solución democrática: veedores
Pues en efecto ese es el segundo prospecto del asunto, endurecer tanto las leyes, incluso al extremo de China, que puede fusilar a los viles, que reduzca el supuesto provecho del riesgo.
Y no deja de ser triste esa conclusión ya que lo que exhibe es la lamentable verdad de que la cárcel es insuficiente para desestimular a los actores potenciales del delito, que el espectro de pasar la vida entre rejas no basta para alejar los incentivos para una conducta antisocial.
Los ejemplos rondan al mundo: ya se trate de Dacca, en Bangladesh, como de Wall Street, en Nueva York, de la municipalidad de Tegucigalpa como en Vaticano, la especulación con lo ajeno, el hurto, el depósito oculto en paraísos fiscales o el soborno y el cohecho prosiguen manifestándose. En países islámicos, incluso, donde el adulterio o el consumo alcohólico son severamente penados, ya no se diga el asalto, que conlleva sentencia automática de muerte, el ser humano prosigue pecando (pecado no en sentido teológico sino de rotura de la convivencia social). ¿Cuál es el remedio, entonces…?
Es casi obligado concluir que si el combate absoluto al fraude público fracasa a nivel planetario lo único que queda cual factible receta es la absoluta prevención: ya no esperar a que el suceso ocurra sino anticipar su hecho.
Y ello sólo es posible mediante la creación de múltiples y especializadas fiscalías escaladas a lo alto del árbol gubernativo, del contexto del sistema burocrático, de modo que cada uno de los movimientos que implique acceso al dinero sea previamente supervisado y autorizado según los resultados de la investigación preventiva. Ya no pues el evento forense sino la vacuna social, no la acusación a posteriori sino la vigilancia insomne sobre la gestión pública, lo cual es técnicamente factible gracias a los medios contemporáneos y digitalizados de control.
Fiscalías estas que, adicionalmente, no tienen por fuerza que depender del Estado o ser por él nombradas (sólo validadas) ni administradas[10].
La situación puede ser aprovechada, por lo opuesto, para democratizar los procesos de gobierno constituyendo veedurías, visitas, inspecciones, observatorios y supervisiones ––autorizadas para documentarse sin obstáculo y para revisar cualquier transacción oficial–– y que a su vez estén constituidas (según sectores, ministerios u oficinas afines) con miembros de una u otra iglesia, de sindicatos, gremios, cooperativas, colegios profesionales de reconocida honradez y de voluntad de servicio público.
Su labor, obviamente, debe limitarse a tareas de exploración y comprobación de actos oficiales con manejo presupuestario, y sus informes deben ser trasladados, en caso de resultados positivos o negativos, a las instancias administrativas o judiciales pertinentes; en Honduras, al Tribunal Superior de Cuentas, para actuar.
Y el concepto no es nuevo, nadie inventa la maravilla. El Diccionario de la Lengua Española (RAE) registra en su entrada para Veedor: “2. Hist. Encargado por oficio, en las ciudades o villas, de reconocer si son conformes a la ley u ordenanzas las obras de cualquier gremio u oficinas de bastimentos”, en tanto que otras fuentes señalan la antigüedad del ejercicio, por ejemplo en siglos remotos, cuando se remataba el derecho de ejercer esa función ya que generaba réditos[11].
De modo que si la corrupción es el más antidemocrático de los actos humanos ––superado sólo por la represión, a que son adictos regímenes autoritarios y dictatoriales–– el correctivo debe ser, por dialéctica, el más democrático, o sea la veeduría preventiva social[12].
Si se enfoca desde el ángulo óptico del funcionario corrupto se puede extraer dos sensibles percepciones. Una es que esta persona transgrede la ley porque no tiene sobre él suficiente observación, ya sea de instancias de gobierno o comunitarias, por lo que al amparo de dicha sombra o vacío maquina y ejecuta el delito. Esta conclusión puede elevarse a la categoría de axioma.
Y dos, que si esa vigilancia popular fuera, más bien, omnipresente y dominante el individuo carecería de instancia para delinquir, ya sea por la misma supervisión o por no querer desprestigiarse autodeclarándose ladrón y perder la consideración social, que en épocas pasadas era tan valiosa como una fortuna material y que en la actualidad, a pesar del cinismo, quizás lo sigue siendo. Esta conclusión puede alzarse a categoría de tesis.
De lo que se deduce que la hipótesis primaria de este escrito es falsa por rondar al mismo debate que estremeció a los iluministas del siglo XVIII, particularmente Rousseau, la polémica aquella de si el ser humano es malo por nacimiento y naturaleza o porque la sociedad lo vicia y corrompe. Pudiendo nosotros entonces contestar que el hombre no es corrupto por genética sino porque la sociedad, y sus entornos culturales, lo permite.
Que la sociedad misma sea, entonces, la que escriba punto final a tan engorrosa y malévola adicción.
Armenta, Junio 2016
[1] Su vida está novelescamente contada en una excelente obra de Mario Vargas Llosa: La fiesta del chivo.
[2] Mientras estudiaban en el exterior sus hijos, de vergüenza, ocultaban el apellido.
[3] Aunque breve, su mandato dictatorial fue uno de los más crueles y corruptos de la era moderna.
[4] Her property used to include jewels and a 175-piece art collection; found to have left behind 15 mink coats, 508 gowns, 1000 handbags, and pairs of shoes. The exact number of her shoes varies with estimates of up to 7500 pairs. However, Time reported that the final tally was only 1060. Wikipedia.
[5] Recuérdese que en español un billón equivale usualmente al doble, dos millones, pero que en inglés, de donde se toman estos datos, el billón representa mil millones.
[6] US$. 300 en efectivo, “ganancia” de negocios con la mafia norteamericana dedicada a casinos, burdeles y droga en Cuba, y US$. 700 en obras de arte, efectivo, bonos, otros.
[7] La corrupción de un ser es la degeneración de otro.
[8] Coima, mordida, pegue, dádiva; unte, unto, grasa, ungüento (México), juanillo, regalo, donación; malanga, pasón, marufa, faralla (Honduras).
[9] Autodeclarado —y así debía saludársele— “Su Excelencia y Presidente vitalicio, Mariscal de Campo Alhaji Dr. Idi Amin Dada, VC, DSO, MC, Señor de todas las bestias de la tierra y peces del mar y Conquistador del imperio británico en África en general y en Uganda en particular, pretendiente al trono de rey de Escocia, Doctor en Leyes por la Universidad Makerere y galardonado con la Cruz Victoriosa”.
[10] Bogotá creó incluso una Red Distrital Institucional de Apoyo a las Veedurías Ciudadanas con el fin de fomentar la conciencia y práctica del control ciudadano a la gestión pública. Leonardo Tapiero Ortiz. Las veedurías ciudadanas como mecanismos efectivos de participación. Universidad Militar Nueva Granada, Facultad de Ciencias Económicas, Bogotá, Colombia, 2013.
[11] Para subasta de veedurías en s. XVI, ver: http://ecijahistoria.blogspot.com/2016/05/veedores-inspectores-de-trabajo-del.html
[12] Veedor es término que puede emplearse como adjetivo para calificar a quien se dedica a observar, registrar o controlar las acciones de otras personas. Como sustantivo, el concepto alude a quien tiene dichas actividades como oficio. Ejemplo: “La madre de la víctima pidió la presencia de un veedor de la Corte Internacional de Justicia para que garantice la transparencia del proceso”, “La Unión Europea acordó el envío de veedores a controlar el proceso electoral en el país centroamericano” (…). Los veedores se encargan de vigilar que determinadas acciones se desarrollen de acuerdo a lo establecido por las normas. Por eso un veedor actúa como inspector, revisor, fiscalizador o verificador.
Christian RR dice
Habra que investigar como funciona el sistema de veedurias en Colombia.
Creo que existe una ley (de transparencia) que obliga a las instituciones a publicar sus datos financieros (no se si hay penas para los que falseen la informacion) pero pocos saben donde encontrar o entender los mismos. Un contador no se va a poner a auditarlos de gratis. Todo se paga.
Se podria establecer un sistema virtual con tecnologia que permitiria a los participantes (no cualquiera, para todo hay procesos) tomar casos (de forma que la auditoria solo se repita donde lo amerite) y estos participantes podran incluso tener un «score», que implicara poder colaborar con fiscalias?
Habran los pilos (no pillos) que podran ganarse la vida colaborando. Seria una situacion de ganar-ganar. Pero al final todo sistema depende de las personas. Si queremos cambiar la sociedad tenemos que ser una sociedad que recompense el bien y castigue el mal.
casquette la pas cher dice
Bonjour je suis auto didacte les auto immunes je les ai cumulé (polyarthrite rhumatoide evolutive; maladie d hashimoto……) avec tout le travail de prévention que j ai decouvert je peux stopper le processus en auto reflexion . quand on est eveillée nous sommes EXTRA SUR TERRE bonne continuation « MO JE »