Un libro bajo el titulo «Violencia, Derechos Humanos y Seguridad Ciudadana» del editorial guaymuras publicado en Noviembre 2014 es una fuente valiosa para entender dedonde la inseguridad viene y cuales consecuencias desastrozas tiene para la sociedad y la economia de Honduras.
En su presentación los editores Joaquin A. Mejía Rivera (Honduras-España), Gerardo Ballesteros de León (Mexico) y Josué Murillo (Honduras) escriben:
» Un lugar de violencia terrible, una perenne y oscura guerra civil, la enésima de una tierra que no para nunca de sangrar». Esta descripción que Roberto Saviano (titulo: CeroCeroCero; Como la cocaína gobierna el mundo, Barcelona 2014) realiza sobre Mexico, fácilmente podría ser un retrato de Honduras, pues ambos países se encuentran inmersos en una escalada de violencia que en el primero ha provocado, según cifras oficiales, aproximadamente 70 mil muertos solo en el sexenio de la presidencia de Felipe Calderón y, en el segundo, 90 homicidios por cada 100 mil habitantes en el año 2013, lo que lo posiciona como el país más violento del mundo, incluso por encima de aquellos donde existen guerras formalmente declaradas.
Al igual que otros países del continente, Mexico y Honduras sufren una debilidad institucional que se expresa en una elevada desconfianza en las instituciones del sector justicia y seguridad debido a la ineficacia de sus actuaciones, a los señalamientos de corrupción y abusos, al fracaso de las iniciativas de reforma, a la impunidad de quienes cometen delitos que pocas veces son llevados ante la justicia, a la subsistencia de violaciones a derechos humanos y al abandono de los sistemas penitenciarios.
Ambos países han apelado a políticas de seguridad que han resultado históricamente ineficaces para solucionar los problemas de criminalidad, tales como el crecimiento de la acción puntiva, la reducción de garantías procesales, la disminución de la edad punible para aplicar el derecho penal de adultos a niños y niñas, la privatización de la seguridad pública y la normalización del uso de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad ciudadana, socavando así las bases del Estado de derecho que, en el marco de la doctrina constitucional democrática, limita y «distingue los roles militares en defensa nacional de los policiales en seguridad ciudadana, y establece expresamente que solo en circunstancias exepcionales las Fuerzas Armadas puede ser utilizadas – de manera temporal y bajo estricto control parlamentario y judicial – en tareas de seguridad ciudadana» (fuente: Revista Internacional de Derechos Humanos, Vol. 9, Sao Paulo, 2012).
Esta inadecuada respuesta estatal ante la violencia y el delito se concreta en su desvinculación de los estándares internacionales de derechos humanos, en el empleo de la privación de la libertad como instrumento principal para la disminución de los niveles delictivos y en la utilización perversa de un discurso de mano dura en la lucha contra la violencia que genera importantes réditos políticos y electorales. Sin embargo, en muchas ocasiones, esta posición conduce a la reproducción de 《lògicas de relacionamiento social fundadas en la intolerancia y la estigmatización de personas o grupos de personas, favoreciendo la aparición de casos de violencia extralegal. De los cuales son responsables los llamados grupos de «limpieza social», como «escuadrones de la muerte» o grupos parapoliciales y paramilutares》(fuente: Comisión Interamericana de Derechos Humanos, diciembre 2009).
El escenario descrito trae a colación la frase atribuida al escritor irlandés George Bernard Shaw, en el sentido de que «aunque es malo que los canibales se coman a los misioneros, sería terrible que los misioneros se comieron a los caníbales», y cuya simplicidad encierra una máxima que debe cumplir todo Estado que se precie democrático y de derecho, y que desafortunadamente ni México ni Honduras, ni otros Estados de la región, se plantean seriamente e sus políticas de seguridad: el rechazo a la idea de combatir el crimen con el crimen y de justificar la utilización de cualquier medio para acabar con la violencia, contradictoriando los pricipios de participación ciudadana, de rendición de cuentas, de no-discriminación y de respeto a los derechos humanos que se constituyen en guía y límite infranqueable para las intervenciones del Estado.
En otras palabras, los derechos humanos juegan un papel «civilizador» del Estado para evitar que este se «coma a los caníbales» y se convierta en un violento y temido Leviatán o «lobo artificial» del relato político de Hobbes. Por ello, existe una impostergable necesidad de que México, Honduras y los demás Estados americanos con graves problemas de violencia, reflexionen sobre el tema, revisen las acciones y políticas asumidas hasta ahora, y adopten medidas y políticas públicas eficaces que garanticen la seguridad de la población y el respeto a los derechos humanos. Esto implica reconocer que la violencia no se reduce a un problema de seguridad pública, sino que está asociada con múltiples factores de desigualdad social, económica y política, y que se sustenta en estructuras de desigualdad y dominación que golpean a los más pobres.
En este sentido, para que los Estados de la región puedan garantizar el derecho a la seguridad ciudadana, es imperativo que sus políticas pasen de un enfoque restrictivo basado en la intervención de las fuerzas policiales y militares, y eventualmente del sistema judicial, a un enfoque amplio que incorpore medidas de garantía de otros derechos como al derecho a la educación, el derecho al trabajo, entre otros. Es decir, las políticas públicas en la materia deben: (a) centrarse en la construcción de mayores niveles de ciudadanía, (b) colocar a la persona humana como objetivo central y (c) reconocer que la seguridad ciudadana es una de las dimensiones necesarias para garantizar la seguridad humana.
Entendiendo por seguridad humana la condición de vivir libre del temor y de la necesidad, o el ideal del ser humano libre del temor y la miseria planteado en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, que solo podrá realizarse si se crean las condiciones que le permitan gozar de todos sus derechos, tanto civiles y políticos, como económicos, sociales y culturales. Por ende, la pobreza o la inequidad, como la carencia de libertades, son los obstáculos directos para la convivencia, el desarrollo humano y la seguridad ciudadana, la cual no debe concebirse únicamente como una simple reducción de los índices criminales, sino como «el resultado de una política que se orienta hacia una estrategia integral, que incluya la mejora de la calidad de vida de la población, la acción comunitaria para la prevención del delito y la violencia, una justicia accesible, ágil y eficaz, una educación que se base en valores de convivencia pacífica, en el respeto a la ley, en la tolerancia y en la construcción de cohesión social» ( fuente: Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, 2013-14).
Evidentemente, una política pública de este tipo requiere de amplios consensos políticos y acuerdos sociales que permitan reflexionar sobre las diferentes dimensiones de los problemas que originan la criminalidad, y conduzcan a su arbordaje integral. Pero también es fundamental la existencia y participación de una ciudadanía activa que garantice el carácter democrático e incluyente del debate público alrededor del fenómeno de la violencia y de las políticas estatales para afronterla en el marco del respeto a los derechos humanos y los valores democráticos.
El Equipo de Reflexión, Investigación y Comumicación, y Radio Progreso (ERIC-RP) y la Alianza por la Paz y la Justicia (APJ), presentamos este trabajo con el objetivo de aportar a este debate desde diferentes perspectivas, experiencias y miradas. Gerardo Ballesteros hace una crítica a las tendencias, pradigmas, concepciones y construcciones institucionales sobre la seguridad, que al final implica una crítica al propio modelo vigente de Estado, y nos invita a construir un concepto de seguridad como valor superior y como meta de todo ser humano, indispensable para que se realicen las condiciones de una vida social inseparable de la dignidad humana, de sus libertades y derechos.
Martín Appiolaza realiza una descripción sobre la perspectiva teórica de la criminología cultural, su metodología de trabajo y los principales aportes al entendimiento de qué son, como funcionan y por qué proliferan las pandillas juveniles, así como la posibilidad de que estas se conviertan en transformadores de sus condiciones sociales. Marvin Barahona plantea que temas como la violencia, la pobreza o la corrupción tienen un origen histórico y un lugar preciso en el orden social, y que en conjunto han contribuido a estigmatizar la identidad nacional. En este sentido, concibe las causas y el origen de la violencia como fenómenos generadores más alla de si mismos, considerándolos, por tanto, un hecho social y un mecanismo que intermedia la manifestación de otros fenómenos sociales y políticos subyacentes en la sociedad hondureña.
Daniela Ramírez cuestiona lo frágil y riesgoso que es mantener, como única vía de seguridad, la expectativa de que el Estado resolvierá la violación de derechos humanos y generará las condiciones para su garantía. Plantea que sostenerse en el discurso de los derechos humanos en el contexto de un sistema capitalista neoliberal es como sostenerse de una tabla en medio de un mar revuelto, pudiendo salvarse alguna que otra persona o grupo que encuentre cómo aferrarse a ella, pero sin ser realmente el recurso con el cual se puede construir las condiciones de sobrevivencia y seguridad para la gran mayoría. Mario Chinchilla aborda el modelo represivo de seguridad adoptado por el Estado de Honduras y extrae las características que determinan el impacto y los efevtos en el sistema penitenciario. A la vez, plantea aquellos aspectos que cualquier Estado debe tener en cuenta para el diseño e implementación de políticas públicas en materia penitenciaria que sean resptuosas de los derechos humanos.
Azul Aguiar-Aguilar analiza el nivel de transformación del perfil profesional de las policías municipales, su relación con la sociedad, y los dedafíos que enfrenta. Para ello, aborda la reforma policial en el municipio de Tlajomulco de úñiga en Jalisco, Mexico, ilustrando con datos cualitativos el avance de dicha reforma, y centrándose en materias como policía comunitaria y profesionalización policial, así como los retos pendientes. La Comisión Multinacional de la APJ, a la luz de tres informes que son fruto de sus tres visitas realizadas a Honduras en 2013, analiza la evolución de las reformas en el sistema de seguridad y justicia, el contexto sociopolitico que ha influido en su desempeño y, asimismo, formula una serie de recomendaciones tanto a actores estatales como de la sociedad civil.
Finalmente, José Luis Rocha analiza la relación entre violencia y migración, y plantea cómo la búsqueda de asilo ha recobrado actualidad como lo hizo en los tiempos de los conflictos armados en Centroamérica. Explica cómo las más crueles manifestaciones de violencia en la región están asociadas a la relación de Estados Unidos con los países centroamericanos y los eventos que la han marcado: deportaciones de pandilleros, marcado de drogas, empoderamiento de los militares, la creación y entrenamiento de cuerpos represivos, y mercado de armas que abastece al crimen corporativizado.
Manifestamos nuestro profundo agradecimiento a Martín Appiolaza (Argentina), a Marvin Barahona (Honduras), a Daniela Ramirez Camacho (Mexico), a Mario Roberto Chinchilla Mejía (Honduras), a Azul A. Aguiar-Aguilar (Mexico), a José Luis Rocha (Nicaragua) y los miembros de la Comisión Multinacional de la APJ por la generosidad y solidaridad de poner sus conocimientos y experiencias en este esfuerzo academico. De la misma manera, agradecemos el importante apoyo de DIAKONIA, de la Cooperación Suiza y de la Fundación ALBOAN para la publicación de este trabajo, cuyas ideas son responsabilidad exclusiva de los autores y autoras.
Honduras y Mexico, agosto de 2014
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